España del 78 como Estado de las Autonomías: ejemplo de corrupción ideológica-tecnológica
[Ejemplo de corrupción (específica) de la democracia [765] de tipo no delictivo (ideológico-tecnológica) [774] que afecta a la capa basal de la Nación política española] [775]. [1] El impulso de los “pueblos de España” a organizarse en 1979 en Comunidades Autónomas ¿fue simple continuación del mismo impulso de 1931? La pregunta no tiene un sentido claro si no se determina el significado de la expresión “el mismo impulso”. ¿Se trata acaso de esos supuestos diecisiete impulsos que, desde la noche de los tiempos, brotaban de otros tantos pueblos de España que iban buscando su libertad, su identidad y su autonomía (“¡Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía”!)? ¿O acaso se trataba solo de impulsos promovidos por algunos partidos políticos nacionalistas, ya constituidos o en fase constituyente en la época de la Segunda República (sin contar con los partidos cantonalistas de la época de la Primera República), sobre todo por los tres que formaron el pacto Galeuzca (Partido Galleguista, PNV y Acción Catalana en 1933)? La primera hipótesis es la hipótesis del delirio, y no merece la menor beligerancia. Empezando porque muchas de las unidades que resultaron de la organización autonómica planeada en general por la Constitución de 1978 ni siquiera estaban previstas como tales unidades, dada su tradición unitaristas ininterrumpida (Asturias, Cantabria, Navarra, La Rioja, Murcia, Extremadura, “Madrid”, Castilla-León, Castilla-La Mancha…). Estas unidades autonómicas fueron efectos secundarios o subproductos, pero inexorables, de la persistencia de los mismos impulsos de los partidos que habían ya actuado en 1933 y que darían lugar a la improvisada y aturdida denominación de “comunidades históricas”. Lo de “históricas” venía no solo de que ya preexistían a la Constitución de 1978, sino sobre todo a que se daban por buenas o “se respetaban” las leyendas celto-suevas de los galleguistas, o las leyendas arias de los euskaristas, o las leyendas grecorromanas de los catalanistas. Pero estos impulsos no brotaban del pueblo, que nada sabía de celtas o de suevos, de arios o de grecorromanos, o de tartesios o de berones, sino de ciertos partidos políticos con una notable influencia en sus respectivos cleros [740]. En el referéndum de su Estatuto, de 21 de diciembre de 1980, se abstuvo el 72 por ciento del “pueblo gallego”; en las primeras elecciones catalanas en marzo de 1980 solo 2.705.413 votos fueron válidos, con una abstención de 1.713.328 votos, sobre un censo de 4.442.766; y en las elecciones vascas de la misma fecha solo 919.845 votos fueron válidos, con una abstención de 625.476 votos (el 40,24 por ciento) sobre un censo electoral de 1.554.527 votos. Sencillamente, y esquematizando, ni los partidos que “controlaban” la ponencia constitucional (PSOE y UCD) y menos aún los “pueblos de España” que poco después asumieron la identidad “en sí y para sí” de comunidades autónomas, pensaban en un Estado de diecisiete Autonomías. El Título VIII de la Constitución (“De la organización territorial del Estado”) decía (artículo 137) que el Estado se organizaría “territorialmente en municipios, en provincias, y en las Comunidades Autónomas que se constituyan”. Se daba por cierto, por tanto, que muchas diputaciones (a las que “les corresponde la iniciativa del proceso autonómico”) se mantendrían al margen del proceso. Pero en cuanto se vio que Cataluña y el País Vasco ya habían iniciado en serio el proceso “de su identidad” [424] en 1981, todos los partidos políticos en cada provincia o región empezaron a echar sus cuentas. No se trataba solo de un fenómeno de imitación, en el sentido de Gabriel Tarde, sino de un cálculo pragmático: era muy peligroso mantenerse al margen del proceso autonómico en marcha porque esto equivaldría a quedarse atrás en la carrera del reparto del “poder cercano”, de los fondos y de la influencia que ello comportaba. El término elegido para expresar la nueva identidad, “comunidad”, y no por ejemplo “región”, sugería primero que las identidades en marcha no eran tanto partes o áreas de un todo (regiones), sino unidades independientes por sí mismas. […] Una “comunidad” parecía presumir garantizado un territorio propio “más cercano, íntimo y entrañable” (términos entonces muy en boga) que el frío y duro carácter de la división burocrático-administrativa de una sociedad política. De este modo, las Comunidades Autónomas, sin perjuicio de su definición política, pasaban a entenderse como la forma de convivencia más próxima a la “sociedad civil” frente al Estado [767]. Y más de un político antimarxista calculó acertadamente que “los pueblos” (fueran diecisiete, fueran doscientos catorce), mientras acabaran identificándose con su comunidad, proyectando sobre ellos los más primarios sentimientos localistas (“el mostillo es lo mejor”, o “el paraíso terrenal estuvo en el Bierzo”), dejarían de identificarse con una de las dos clases antagónicas (una de las dos Españas) que amenazaban partir el corazón de los españoles. De este modo, comenzó un efecto dominó, no previsible, en el desarrollo autonómico puntual, que condujo a contraefectos o rebotes inesperados (como el caso de Cantabria, de Madrid, de La Rioja o de Castilla-León). Incluso los partidos que se autodenominaban marxistas creyeron ver que los pueblos estaban más cerca de la clase expropiada que de la clase expropiadora: ¿no era el Estado, según decían los comunistas, un aparato de clase capitalista para garantizar su dominio sobre la clase proletaria? Y, en general, la transformación de España en su totalidad en un Estado dividido exhaustivamente en diecisiete autonomías (el “café para todos”) o en nacionalidades, como poco a poco iría diciéndose, podría ser contemplado por unos como anticipo de un Estado federal [742-743]. […] Es cierto que, para otros, la reorganización de España en Comunidades Autónomas era únicamente un mecanismo de descentralización administrativa, bien blindado contra los peligros de anorexia del Estado (el artículo 149 de la Constitución relacionaba treinta y dos competencias exclusivas del Estado); además, se mantenía, para muchos efectos, la división territorial en provincias, con sus gobernadores civiles transformados en delegados del gobierno. En resumen, aunque el pueblo no se identificara ni mucho menos, en su principio, con las autonomías, los partidos políticos (al precio de hacerse ellos mismos autonomistas) sí lograron movilizar a una parte suficiente de ese pueblo para llenar las calles con sus pancartas y para abrir una puerta al desagüe de las corrientes sobrecalentadas que ensayaban a tientas (guiados por la palabra “libertad” [832] en sentido negativo: “libertad de” [314-335] todo tipo de opresión y, especialmente para cada provincia, la que venía de Madrid) encontrar una salida inmediata. Una salida que, además, desviase al pueblo del peligro de fracturarse en dos al identificarse cada parte con una de las dos clases establecidas por los marxistas: los explotadores y los explotados. [2] La maduración técnica del “Estado de las Autonomías” Los veinte años siguientes, los que transcurren desde 1980 al 2000, fueron los años del despliegue o transformación del Estado de las Autonomías, concebidas teóricamente en un plano administrativo, pero prácticamente, en virtud de su propia tecnología (las instituciones, calcadas clónicamente de la estructura del Estado, de los gobiernos autonómicos, parlamentos autonómicos, tribunales superiores de justicia autonómicos, directores generales autonómicos), como “nacionalidades constitucionales”, que terminarían pidiendo su reconocimiento como Naciones políticas [727], es decir, como Estados. […] Una de las manifestaciones más claras de la corrupción ideológica y tecnológica, no delictiva en principio, asociada al principio autonómico fue el proceso de propagación y consolidación de las patrañas históricas que fueron sistematizando los profesores de historia y los antropólogos mercenarios, al pasar a ser materia pedagógica de las escuelas y de las universidades. La mentira histórica [744] fue un componente imprescindible en el proceso de la constitución de la identidad comunitaria, preámbulo de una nación fraccionaria [731]; y el proceso de las autonomías más radicales lo promovió a fondo: las patrañas de la Diada de Cataluña, las de Juan Zuria en el País Vasco, o las de Breogán en Galicia sintetizaban de un modo visible la corrupción de una conciencia colectiva en el momento de mirar hacia el pasado. En cualquier caso, y desde el punto de vista ya estrictamente tecnológico, todos estos años fueron los años de un avance continuado y tenaz por arrancar competencias al Estado para transferirlas a las comunidades autónomas (peticiones catalanas en 1993 del 15 por ciento del impuesto sobre la renta, ley de enjuiciamiento civil en 1997, política lingüística, planes de estudio a escala autonómica). Todo avanzaba inspirado por la idea implícita de un Estado federal. El salto cualitativo, en el terreno tecnológico, hacia este objetivo habría tenido lugar, bajo la responsabilidad del PSOE de González, pero con la condescendencia prudencial o débil oposición, hacia 1993, de los demás {vid., José Manuel Otero Novas, Asalto al Estado, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005, pág. 290}. [3] La escalada autonómica del 2004 Sin embargo, el más profundo salto cualitativo en este proceso de asalto al Estado tuvo lugar, a nuestro entender, y sin perjuicio de la inflexión que se produjo en las elecciones de 1993, no ya al final de las legislaturas de González, sino en pleno auge de la segunda legislatura de Aznar, cuando ganó las elecciones en el año 2000 por mayoría absoluta. Entonces habría sido cuando el PSOE y sus socios temieron realmente que el Partido Popular se eternizara en el poder [871] . Desde sus presupuestos ideológicos no podían comprender cómo “el pueblo soberano” dejaba de votar en democracia a los partidos del pueblo y prefería a un partido que, desde su mentalidad dicotómica maniquea (la derecha frente a la izquierda) [732], no era otra cosa que la continuación del franquismo. Se trataba de la misma reacción que en la Segunda República, en los años de su consolidación (y a raíz de la victoria de la CEDA en noviembre de 1933), impulsó a los republicanos y socialistas a considerar la victoria de Gil-Robles como inexplicable (el “pueblo”, que había votado la República en 1931, no podía volverse hacia un partido reaccionario); la CEDA no había triunfado en las elecciones de 1933; lo que triunfó habría sido el fascismo, y eso por culpa de que parte del pueblo, confundido por los anarquistas e incrementado por el voto femenino-reaccionario, se habría abstenido (un argumento de urgencia completamente discutible). El PSOE y sus socios comenzaron una campaña incesante de agitación orientada a demostrar esta visión: era preciso que todo el mundo viese que el PP era la continuación del franquismo, sobrentendido como el mal absoluto. La campaña en pro de la memoria histórica se intensificó; comenzaron a desenterrarse los huesos de las fosas de la Guerra Civil, se logró votar en el Congreso una condenación del régimen de Franco, todo ello para obligar constantemente al PP a entrar en la dicotomía propuesta como ineludible: “O con nosotros, o con Franco y contra nosotros”. Pero el punto de inflexión definitivo habría tenido lugar en las primarias del PSOE del año 2000 en las que competían Bono y Zapatero (entonces un desconocido). Zapatero, previa ronda por las autonomías, y principalmente por la comunidad catalana, se entrevistó con Maragall y, tras pactar con él (por no decir tras conchabarse con él y otros), salió elegido secretario general del PSOE. Lo más escandaloso, en cuanto a corrupción democrática se refiere, fue el llamado “Pacto del Tinell”, firmado en Barcelona el 14 de diciembre de 2003, por Juan Saura (ICV-EUA), Pascual Maragall (PSC-CpC) y José Luis Carod-Rovira (ERC), en cuyo anexo figuraba la siguiente cláusula: “Ningún acuerdo de gobernabilidad con el PP, ni en la Generalitat ni en el Estado”. El 11-M del 2004, en pleno proceso electoral, y utilizado hábilmente por el PSOE como pretexto para responsabilizar al PP del atentado islamista (la posibilidad de una colaboración de ETA, al menos como colaboración intelectual, fue descartada como un tabú) por su intervención en la guerra del Irak (los años antes el PSOE e IU, pero también muchas monjas, frailes y ecologistas se habían manifestado masivamente contra el Gobierno bajo la bandera de la paz, dio la victoria electoral a Zapatero [867]. Y con ello comenzó una especie de escalada autonómica final: diálogos con ETA, “nación y nacionalidad son términos secundarios”, unionismo europeísta a ultranza (en la Unión Europea veían muchos partidos secesionistas su gran oportunidad: “En Europa nos encontraremos”) y, sobre todo, impulso a la reforma en serio de los estatutos de autonomía. Se llegó a admitir a debate en el Congreso el proyecto de Estatuto del País Vasco de Ibarreche, que era explícitamente anticonstitucional; aunque fue rechazado, recibió el honor de la “beligerancia”. Después vinieron los estatutos de autonomía de Cataluña y de Andalucía: este con el voto del PP, aun cuando en el Preámbulo, entre otras cosas, se reiteraba la consideración de Blas Infante como “padre de la patria andaluza” (cuando Blas Infante no solo se había convertido solemnemente al islam –y esto era lo de menos–, sino que había propugnado para Andalucía la recuperación del califato de Córdoba). [Vid., Gustavo Bueno, “Un musulmán va a ser reconocido en referéndum como Padre de la Patria andaluza”, El Catoblepas, núm. 60, 2007] También es verdad que los nuevos Estatutos de Autonomía, que representan ya una fractura explícita del Estado español [739] y una proclamación de secesión política en el seno de una confederación aún no bien decidida, no han encontrado todavía una plena aprobación. Pero su realidad programática parece a muchos irreversible. El “Pueblo” ¿responsable de la disgregación autonómica de España? [794]